El referendo en su carrera atropelladora

Por Indepaz

“…asoman burdamente el afán y la angustia del Gobierno por pasar a como de lugar los requisitos necesarios para hacer viable la segunda reelección de Uribe. Lo que se ve en su conjunto es una gran falta de decencia”.

Hace cuatro años, cuando estaba en marcha el proceso político y jurídico para que el presidente Álvaro Uribe repitiera mandato por primera vez, muy pocos pensaron que sería la cuota inicial para una nueva reforma que lo volviera a habilitar a quedarse más tiempo en el poder. Algunos de sus votantes en el 2002 se lo hubieran pensado dos veces si supieran de antemano que en el 2006 sería la misma historia. Callar una real intención desde entonces tiene un olor a trampa, a engaño.

Para esta ocasión se repiten argumentos, sofismas y métodos. El argumento de que sólo Uribe puede sostener una vigorosa política de seguridad. Sofismas como que la voluntad popular en la democracia lo es todo y que las limitaciones al poder diseñadas con cuidado en la Constitución se pueden desdeñar, surge entonces una rebuscada argumentación que el Gobierno denomina “Estado de Opinión” y sirve para sustentar la vulneración al Estado de Derecho. Métodos como la “conquista” o “seducción” de parlamentarios indecisos a través de raras figuras como la “inversión regional”. Contratos y cargos pueden estar de por medio.

Pero empezamos a observar diferencias. En el 2002 todos sus  colaboradores de gobierno y los políticos afines a Uribe le apostaban a la reelección, querían que ocurriera. Hoy los precandidatos oficialistas a la presidencia se presentan como subsidiarios del Presidente: se presentarán a las elecciones si Uribe no lo hace y admiten, implícita o explícitamente, que si él va a las urnas ellos no tienen oficio y se plegarían al propósito reeleccionista. Pero esto es de dientes para afuera. Todos ellos hacen fuerza para que el referendo se caiga, para que tropiece en alguna instancia. Igual sucede con un buen número de parlamentarios que sin mayor convencimiento votarán la reelección, más por obligación, presión o eventuales dadivas.

Después vendrá el transito en la Corte Constitucional.  Hay suficientes argumentos jurídicos para no darle el visto bueno a esta ley en este tribunal: los vicios en la recolección de firmas y su financiación, la errónea redacción de la pregunta que finalmente aprobaron los firmantes y las inconsistencias en el trámite legislativo, para hablar de los vicios de procedimiento. Pero hay argumentos más gruesos, de mayor gravedad para la sociedad: la transformación de una democracia con sus balances, contrapesos y controles en un régimen autocrático. Esta evaluación constitucional será una prueba de fuego para esta corte.

En la primera reelección fue evidente cómo se cambiaron normas a capricho para sostener la “voluntad popular”. En esta ocasión asoman burdamente el afán y la angustia del Gobierno por pasar a como de lugar los requisitos necesarios para hacer viable la segunda reelección de Uribe. Lo que se ve en su conjunto es una gran falta de decencia.

Pero el problema no es unilateral, no es sólo una maniobra del presidente Uribe y sus colaboradores para acaparar de manera ilegítima el poder.  Es esto y más. También cabe responsabilidad a los ciudadanos que evidencian todo lo que se está torciendo en este camino reeleccionista y prefieren mirar para otro lado. Es más cómodo pensar que habrá un proveedor ante todas las necesidades de la sociedad y entregarle todo el poder, sin límites, para poder dedicarnos tranquilamente a nuestros asuntos privados. Cuando se conjugan las ansias de acaparar todo el poder por parte de un político y la pereza de asumir las responsabilidades que nos caben como ciudadanos, una de ellas velar por que sean efectivos los limites al Estado y al gobernante, es cuando llegan sutil e imperceptiblemente las dictaduras como una patología social. ¿Estamos en Colombia moviéndonos por este ponzoñoso camino, que con su veneno adormecedor nos paraliza?

El despertar de estos trances históricos es siempre doloroso y costoso.
Pero por lo menos, el día que pase la borrachera, ojalá aprendamos la lección.

Los tiempos de las sociedades son mucho más lentos que los de las personas, y esta lección tal vez nos tome aprenderla otros cuatro años ¿U ocho?

19 de Agosto de 2009