Jueces de ambiente

Por Invitado

En un orden territorial donde impera la lógica del negocio y el lucro desmedido, intentar la protección del universo rural es una tarea que choca.

Por: Héctor Pineda S.

Tomado de www.eltiempo.com

Las providencias de los jueces, en su mayoría del Consejo de Estado y de la Corte Constitucional, mediante las cuales se ordena la protección de los recursos naturales y del ambiente, desde la vigencia de la Constitución de 1991, son variadas y frondosas.
Proteger los cerros Orientales, en distintas oportunidades, le ordenan los jueces a las entidades territoriales y a las autoridades ambientales; evitar cambiar el cauce de una importante corriente hídrica en el desierto de La Guajira, se le prohíbe, en su Fallo judicial, a la multinacional que realiza la extracción minera del carbón; evitar la tala de bosques en zonas protegidas, escribe la letra en la que ordena a las autoridades de parques, ejercer con eficacia sus funciones; suspender la minería en zonas urbanas, le dice a los alcaldes, y descontaminar el río Bogotá, entre muchas otras, han sido las órdenes judiciales que, en su mayoría, son respuestas a acciones populares o tutelas que son admitidas por estar enlazadas con el derecho a la vida, hechas por la ciudadanos.
Definitivamente, a diferencia de lo que sucede con las otras ramas del poder Público, nuestros jueces han decidido coger el toro ambiental por los cuernos, convertidos en jueces de ambiente, en la búsqueda de intentar mitigar los efectos perversos de la intervención humana sobre la naturaleza, más cuando se trata de proteger recursos hídricos por su estrecha relación con lo que tiene que ver con la sostenibilidad del territorio y la vida misma de los seres vivos, incluido, por supuesto, el ser humano.
Límite a la actividad productiva que genera daños irreparables ambientales, prohibiciones sobre usos del suelo en zonas productoras de agua, es la literatura que se alcanza a leer, casi que en tono de alarma, en las providencias emanadas de jueces y magistrados de juzgados y tribunales.
Sin embargo, la preocupación que expresan los jueces por la protección ambiental, por lo menos en lo que se evidencia empíricamente caminando territorios urbanos y rurales, es distinta a la de quienes detentan las responsabilidades en el poder Ejecutivo. El afán por conseguir llenar las arcas de la tesorería, varias de ellas vaciadas por la uñas de la corrupción, o la aplicación de una concepción del desarrollo por fuera de los parámetros de sostenibilidad, ya sea por ignorancia o afán desmedido de lucro, las más de las veces, actúan en contravía de lo ordenado por los fallos judiciales.
Pareciera, sin temor a exagerar, que les importa un bledo a las otras ramas del poder Público, el mandato judicial y, mientras puedan, le sacan el bulto al estricto cumplimiento de la orden del juez o magistrado. Si el juez les dice que hay que garantizar el agua potable para una comunidad, por poner un ejemplo, antes que cumplir, se gastan la plata y el tiempo contratando abogados que escriben documentos encaminados a dilatar y romper los tiempos procesales. El agua que ordena el fallo no llega. Eso sí, corren ríos de tinta de interminables litigios.
Pero, en un orden territorial donde impera la lógica del negocio y el lucro desmedido, intentar un orden urbano y una protección del universo rural (en su vocación productiva de alimentos) es una tarea que choca contra los muros de poderes ocultos o visibles, dispuestos a imponer la dinámica depredadora. Plantearse desde el Ejecutivo propósitos ambientales, como lo establece el Plan de Desarrollo de la Bogotá Humana, es nadar contra la corriente de los poderes que han desatado la lógica de actividades en contravía de toda sostenibilidad, y de la vida misma. Allí, en su dimensión, está la tragedia del Casanare.
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